EL RíO VIENE TAN GRANDE
"que no se puede pasar sin gran riesgo y en ecselente caballo por la calle de Santo Domingo y de Santiago de Azoca (actuales calles Santo Domingo y Puente) que van derecho al mar, llenas de agua. Dos ríos pasan por la Plaza Pública, uno por la calle de Pedro Gómez y casa del Cabildo hácia el mar. El otro corre por la calle de la Merced, y tan caudaloso, que llega a la cincha de los caballos, y estuvo por afogar varios yndios que intentaban cruzarlo".
(1574)
Así y todo, el escribano público Nicolás de Gárnica, especie de resignado
Noé santiaguino del siglo XVI
, agrega en su comentario una frase que no sabemos si es de Aleluya o de ruego:
"¡Gloria al Hacedor de las vidas y las cosas! Que con lo de aplacar y no pasarse adelante
(el río)
ya nosotros pensamos quedar anegados..."
El río, el
Tajamar
para atajar sus desmanes, y los puentes fueron, pues, la constante preocupación de los ediles coloniales. Varios fueron los puentes construidos y destruidos por las aguas con el correr de los inviernos. El problema era que, no siendo el Mapocho un río "encajonado" era imposible construir un buen puente de cimbra: el agua corría libremente por el llano en caso de
"avenida"
desparramándose por la Cañada, ingresando a las casas y al mismo templo de San Francisco.
En 1712, cuando Amadeo Frezier
"Ingenieur Ordinaire du Roy Louis XIV"
realizó su viaje por las costas de Chile y Perú, y pasó por Santiago, levantando el primer plano
'no imaginario'
de la modesta villa, se limitó a dibujar, en vez de puente, un chongo de espigón sobre el Mapocho, anotando con disgusto:
'Pont ruiné'.
Después de recompletado el chongo, el puente se desplomó por enésima vez en 1748. Y vuelto a edificar, cayóse quince años más tarde. Afortunadamente, para entonces ya se encontraba viviendo en Santiago un hombre singular: el Corregidor don Luis de Zañartu, quien se hizo cargo de la obra ciclópea de construir un verdadero gran puente, encargando los planos al ingeniero José Antonio Birt: estaba a punto de comenzar el famoso
Puente de Calicanto.
El
Corregidor Zañartu
fue un hombre discutido. Terror de los delincuentes, sostenía que no valía la pena reparar los muros de la Cárcel Pública, sino tener engrillados permanentemente a los presos: De ahí a recurrir a los presidiarios para construir su obra soñada, no hubo más que un suspiro de satisfacción (no de los reos, naturalmente, sino del ingenioso Corregidor). Se estableció un verdadero penal a orillas del río; y cuando el Procurador de Pobres se quejó a la Real Audiencia por
'los implacables jemidos del continuo padecer de estos miserables que se hallan trabajando al rigor del sol con una vergonzosa desnudez, mal comidos, enfermos y ultrajados de sobrestantes'
(esto es, hostilizados por los ociosos guardianes) Zañartu replicó que los reos vivían allí
'fornidos y lozanos'
extrañándose de la defensa que el Procurador hacía de esos individuos
'como si fueran sugetos de particular distinción y mérito, y no ladrones públicos, dignos del más severo castigo'.
Para terminar agregaba que los reos
'gustan más de la cadena
(o sea, de los trabajos del puente)
que de la dura prisión que padecían confinados en la cárcel'.
Y para vigilar los trabajos, y en especial para felicitarse por las caras de júbilo de los afortunados prisioneros, el paternal Corregidor hízose construir un mirador en lo más alto de su casa, y desde allí los miraba a todos con un catalejo...
EL TAJAMAR DEFINITIVO, que dominó de una vez por todas al Mapocho fue obra conjunta de don Ambrosio O'Higgins y de don Manuel de Salas, superintendente de la construcción. Los planos fueron de Baradán, revisados por Toesca.
La imponente obra de los Tajamares ha sido injustamente olvidada pues yace bajo tierra. Sin embargo, dio y da hasta ahora seguridad absoluta de que el caprichoso río no invada la Alameda ni el centro. Es, pues, una de las pocas construcciones coloniales que aún sirve a la ciudad, igual que desde su primer día de vida.
El gran murallón, de varios metros de espesor por otros tantos de altura, fue íntegramente construido de cal y ladrillo, y suministró por largo tiempo no sólo la protección referida, sino el primer
'paseo'
que tuvo Santiago, pues que sobre su ancho lomo circulaban coches, se corrían carreras de caballos y tenían lugar las reuniones al aire libre de los elegantes santiaguinos, cuando la Plaza de Armas no era sino una infecta explanada, donde se estacionaban las carretas verduleras, y donde los desaprensivos animales y sus dueños depositaban las bostas y orines que daban a Santiago su aromático
'olor a campo'
.
Los tajamares medían más de 27 cuadras de largo, extendiéndose desde el actual Parque Balmaceda, siguiendo debajo del Forestal, y muriendo al poniente del puente de Calicanto. Las obras comenzaron en 1792 y terminaron alrededor de 1804. Fueron en gran parte financiadas...
"con un impuesto al azúcar y a la yerba mate",
siendo, pues, las pobres
'viejas materas'
del siglo XVIII, las que cargaron con el inmenso fardo...
Para conmemorar su construcción, don Ambrosio hizo levantar un modesto obelisco de ladrillo. Éste fue el primer monumento santiaguino, pero era tal su humildad, que los arrieros que entraban a Santiago desde la cordillera lo tomaban, igual que la Plaza de Armas, como lugar de alivianamiento. Lo llamaban
"La Pirámide"
, y se encontraba a la altura del antiguo Seminario. Cuando canalizaron el río, el histórico obelisco debe haber estado muy...
"desmejorado"
tanto, que optaron
¡por demolerlo!
en lugar de limpiarlo. Actualmente se alza una réplica a un costado del parque Balmaceda frente a la calle Condell. Lo que confirma el curioso sentido histórico de nuestra histórica capital.
LOS TRABAJOS DEL PUENTE DE CALICANTO comenzaron el 5 de junio de 1767, bajo el gobierno de don Antonio Guill y Gonzaga, y la tuición directa del Corregidor y Justicia Mayor de Santiago don Manuel Luis de Zañartu. Fue entregado al tráfico justamente doce años después, el 2O de junio de 1779, aun costo de doscientos mil pesos, costo al que se debería agregar el del trabajo gratuito de los centenares de presidiarios que allí laboraron incesantemente; y el de las vidas de muchos de esos infelices.
El puente medía 242 varas de largo, esto es, 202 metros, de los cuales 120 correspondían al ancho del río, y el resto, a las rampas necesarias para alcanzar la altura de la calzada, que se elevaba a casi 12 metros sobre el lecho del cauce. Sus arcos u
'ojos'
eran once, con una altura de once varas también (9,20 metros); y sus pilares descansaban en sólidos cimientos de 5 varas (4,20 metros) de profundidad. Su calzada medía 10 varas de ancho, pudiendo circular cómodamente enormes carretas en ambos sentidos, y dejar un amplio espacio para cabalgaduras y peatones.
Al principio de su existencia, nuestro puente no tenía nombre, y el reconocido ingenio santiaguino dio en llamarlo
'Puente Nuevo'
. Esta original denominación se cambió por la de
"Puente de Cal y Canto"
, por los materiales empleados en él: cal de Polpaico, y cantos o piedras canteadas provenientes del Cerro Blanco. Afortunadamente, los últimos bautistas del inmortal viaducto olvidaron por completo que, además de los citados materiales, se emplearon en la argamasa de la construcción...
¡unos doscientos mil huevos!
De sus once "ojos", sólo ocho o nueve eran mojados por las mayores correntadas del río. El primero de ellos, viniendo del centro de la ciudad, jamás fue mojado por las ondas fluviales, aunque sí por los efluvios de casi todos los transeúntes, que antes de dirigirse a la rampa, hacían un obligado 'aro' al amparo de la histórica construcción, y aliviaban allí sus vejigas y otros conductos. A este fatídico pasaje, que corresponde a la actual calle General Mackenna, se le llamaba
"del Ojo Seco"
aunque en verdad debió llamárselo al menos
"del Ojo Húmedo",
o
"del Ojo Fétido".
ESTA MOLESTA COSTUMBRE LATINOAMERICANA de tomar por meadero todo resquicio edificado y sin vigilancia, se ha repetido en cada uno de los pasos subterráneos peatonales del metro santiaguino, hasta que han debido habilitar locales comerciales y baños públicos. Como en estos últimos hay que pagar, los resquicios y rincones siguen siendo altamente estimados por el público, que no se decide por favorecer a algún desfalleciente arbolito, lo que tal vez ayudaría a la ecología y evitaría el deslucimiento y descrédito de claustros venerables.
Muchas veces se comentó que el Puente de Calicanto era demasiado para Santiago, y sobre todo, para el Mapocho. Los olvidadizos santiaguinos no reparaban que nuestro río, como todo torrente, es tremendamente temperamental, y que, saliéndose de madre cada diez o quince años, a veces se sale hasta
'de abuela'
y no deja títere con cabeza; o más propiamente, que cada cincuenta o cien años puede dejar a medio Santiago con el agua hasta el cuello y pataleando en el barro. Y si no, que lo digan los vecinos del elegante y aseadísimo barrio de Vitacura...
Así y todo, un irreverente visitante yanqui, dedicado un poco a la astronomía y bastante más al espionaje tolerado (o, como diríamos actualmente, un funcionario de la Inteligencia norteamericana) escribió en 1850:
'La ciudad debería vender el puente, o comprar un río bastante para él'.
Volvamos mejor a la vida diaria que se desarrollaba sobre el puente: éste servía no sólo para atravesar el río, como es obvio, sino también para
'hacer las compras'
. En efecto, alrededor de 1830 se construyeron sobre cada pilar, al lado poniente, unas garitas semicirculares, cuyas puertas daban a la calzada, y en las que se instalaron numerosos baratillos, ventas de frutas, dulces y otras
'confecciones'
. También hubo sucesivamente hasta cinco boticas, dos panaderías, varias bodegas de vinos, relojerías, sombrererías, talabarterías y hasta una imprenta:
'La Estrella de Chile'
. Los dueños de esta última, confiando en su buena estrella, llegaron allí en julio de 1887. Pero no contaban con el innovador espíritu capitalino, que catorce meses más tarde, echaba abajo, a dinamitazos, el más espléndido puente que tuvo y que ha de tener Santiago.
PERO EL MAGNÍFICO PUENTE DE CALICANTO estaba destinado a sucumbir, no por el embate de las aguas, como sus antecesores, sino por el de las autoridades urbanísticas santiaguinas, que han contribuido o permitido que desaparezcan más construcciones antiguas y más reliquias históricas, que todos los ríos, incendios y terremotos juntos.
"A los ciento veintiún años de vida
(el puente)
subsistía en toda su solidez, i con la misma habría continuado dos o tres siglos más, si no se comete la inaudita i antipatriótica torpeza de ordenar a la sordina, que los trabajos preparatorios de la canalización del río, comenzaran por minar con dinamita los solidísimos cimientos en que tan monumental obra reposaba".
(1889)
El 10 de agosto de 1888 fue el día fatídico: una gran correntada del Mapocho, ayudada por la desestabilización de los cimientos, se llevó uno de los pilares:
"Desde antes de las cinco de la tarde, la afluencia de jente en el río iba aumentándose con la multitud que a esa hora sale de sus ocupaciones, del comercio i oficinas. Todos contemplábamos el aspecto atorrante del río i el embate de sus olas, que momento a momento iban derribando las casuchas de los comerciantes situadas en la ribera sur... Una de esas casuchas, al caer, cubrió una buena parte del río con miles de cabezas de cebolla allí almacenadas".
La agonía del coloso duró un día más:
"Minadas que fueron con gran trabajo
(las bases del puente)
la impetuosidad de las olas no tardó en consumar su destrucción, i una considerable estensión de él se vino al suelo a las cinco un cuarto de la tarde del sábado 11. Aún después de terminada la canalización del Mapocho, no habría habido la menor necesidad de destruir su magnífico puente: la utilidad de éste en todo caso, i el patriotismo, demandaban su conservación".
(1889)
LA REACCIÓN DE LA GENTE FUE DE ESTUPOR, de pena, de furia. Todos los diarios del día siguiente echaban pestes contra el Gobierno y el ingeniero responsable de las obras de canalización, a quien se le puso entre ceja y ceja que para llevarlas a cabo y hacer progresar a la ciudad, había que destruir su principal monumento. El nombre de dicho ingeniero, para público ludibrio (aunque atrasado) era:
Valentín Martínez.
Pero, como siempre, todo quedó sólo en protestas y palabras:
'¡Qué gran desgracia para la ciudad! Chile, con toda su riqueza de hoi, no podrá jamás hacer de nuevo un puente como el de Cal i Canto.'
(1888)
Un diario agregaba:
'Dado el acaloramiento de los ánimos i el número de los exaltados, la caída del puente habría ocasionado en Estados Unidos, Inglaterra o Francia, un levantamiento popular, en que se habría empezado por colgar de un machón del puente al ingeniero. '
(id.)
Como estábamos en Chile, y no en dichos países, al final no pasó nada... nada más que un río turbulento arrastrando piedras gastadas por 121 años de uso, de historia y de tradición. Total, como le dijo un rotito a otro, que estaba reclamando mucho después de dos botellas de chicha:
"-¡Chis! ¿ Y qué alegái tanto vos? ¿Que era tuyo el puente, oh?"
Paralelos al puente de Calicanto hubo varios otros, todos de madera. Al tiempo de su demolición había tres: uno al poniente, frente a la antigua plaza de San Pablo,- y dos al oriente. El más inmediato era una pasarela descubierta para carros y carretas; pero el más pintoresco era el llamado
'Puente de Palo'
, exclusivo para peatones y techado, tal como el que hasta hoy existe en Lucerna. Una casucha para el vigilante, a fin de evitar 'pololeos' demasiado apasionados, completaba la estructura.
Este último corría casi frente a la antigua Chimba, hoy Avenida Recoleta, y constituyó durante un tiempo el paseo de moda de los elegantes. Damas de crinolina y chal de seda, acompañadas de caballeros de sombrero de copa, concurrían mañana y tarde al Casino que se levantaba en un extremo. Según un anuncio de 1875, en ese afamado Establecimiento podía 'satisfacerse el gusto del más exigente gastrónomo, aun cuando pidiera leche al pié de la vaca'.
El puente de palo era, además, el pasaje obligado para dirigirse a las chacras de la Chimba, abundante en famosas cazuelas de ave y en exquisiteces criollas de toda especie. Por él discurrían también los padres de la Recoleta Franciscana, donde vivieron los dos santiaguinos por adopción que más se han acercado a la gloria de los altares: el Siervo de Dios fray Pedro de Bardeci, y el abnegado y milagroso fray Andresito. Del primero se cuenta que era tal su santidad, que una noche, al momento en que dejaba caer al fondo de la noria, una cuerda con una palangana para tomar agua,
'tocaron a silencio; y por no infringir él la regla, se mantuvo en la misma posición, con la palangana colgando, hasta que amaneció.'
Tal vez tengamos en el futuro una Beata de origen santiaguino: Sor Teresita de Los Andes, cuyo verdadero nombre era Juanita Fernández Solar. Aunque nacida y criada en Santiago, la juvenil Juanita se santificó en el convento Carmelita de dicha ciudad andina, lo que nos impide desplegar aquí el secreto de su vida claustral. Si bien más milagrosa que nuestro Venerable fray Pedro, a ella jamás se le ocurrió la genial forma de sacrificio del meritísimo franciscano, a quien, sin embargo, aventajaba en 300 años de experiencia y cultura cristianas. De ahí que creamos que si divulgamos y damos a conocer a la Santa Sede las acciones y devociones de este último, seguramente será también ascendido sin dilación a la máxima altura de nuestros criollos altares.
Fuente:
- Ismael Espinosa V., del libro, "Historia Secreta de Sanctiago de Chile", 1985.
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