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OPINIÓN
Por Gonzalo Vial Correa
Los prejuicios sociales en Chile al terminar el siglo XVIII

Artículo escrito por el historiador Gonzalo Vial Correa, el cual fue publicado en el Boletín de la Academia Chilena de la Historia, Año XXXII, 2° Semestre 1965, N°73, P.I7.


Para ese entonces, ya había desaparecido la colectividad primitiva, de conquistadores y primeros colonizadores; la sociedad móvil fluida, en la cual era fácil cambiar de ubicación, ganar o perder categoría según los vaivenes del azar.

En cambio, las clases sociales dieciochescas eran compartimentos herméticos, de los que no resultaba sencillo evadirse al hombre de la época. y los muros que, a la vez, definían estas clases-compartimento y las aislaban una de otra, eran los prejuicios sociales. Notaré que uso el termino sólo en su sentido literal, de juicio anticipado o »a priori«, que no se funda en los hechos, sino en circunstancias ajenas a éstos. No doy, pues, al vocablo prejuicio ninguna connotación despectiva porque, como se sabe, la finalidad de la investigación histórica es conocer el pasado, y no juzgarlo.

De lo expuesto, se deduce la indudable trascendencia de estudiar los prejuicios sociales en Hispanoamérica, al término del régimen español.

Sin embargo, el estudio histórico de los prejuicios no es tarea fácil, porque casi nadie reconoce tenerlos. Casi todos nos esforzamos por dar una justificación lógica a nuestras actitudes, aunque como causa final de ellas, semioculto en lo profundo de la conciencia, semidesconocido aun para el mismo interesado, efectivamente exista un prejuicio.

Por fortuna, en lo que toca a la América Española ya las postrimerías del XVIII, disponemos a ese respecto de un conjunto inavaluable de antecedentes, de un verdadero espejo de los prejuicios sociales de la época. A él me referiré en seguida.

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La pragmática de 1776

El 13 de marzo de 1776, Carlos III de España dictó una Real Pragmática sobre el matrimonio de los hijos de familia. La Pragmática fue declarada aplicable a los dominios americanos dos años después, por Real Cédula de 7 de abril de 1778.

Ante la ley, era hijo de familia toda persona menor de veinticinco años. Y aun la que excediese este límite conservaba igual calidad respecto a su padre, mientras él viviera.

Al hijo de familia, según la Pragmática y bajo severas sanciones, le estaba prohibido casarse sin el asentimiento previo del padre; en su defecto, de la madre y faltando ambos, de los ascendientes más inmediatos. Pero las personas así llamadas a prestar su consentimiento tampoco podían negarlo por motivos baladíes, sino, únicamente, usando casi los términos textuales de la Pragmática, si el matrimonio en proyecto ofendía de manera grave el honor de la familia, o bien perjudicaba al Estado.

Y si el hijo de familia estimaba que su caso particular no admitía semejante descripción, podía reclamar de la negativa ante la justicia. Ella, oyendo alas partes en brevísimo procedimiento, diría la última palabra, sea respaldando el disenso, sea rechazándolo como irracional e injusto. En la primera alternativa, simplemente no había matrimonio. En la segunda, el mismo tribunal suplía el consentimiento denegado y los novios quedaban en libertad para casarse.

Tales fueron los »juicios sobre disenso para contraer matrimonio«. Sólo duraron veinticinco años. Pues Reales Cédulas de 10 de abril y de 17 de julio de 1803, relevaron a quienes debían consentir en el matrimonio del hijo de familia de la obligación de expresar causas o motivos para una eventual negativa. Manteniéndose ocultas las razones del disenso, naturalmente la justicia estaba imposibilitada para entrar a calificarlas. Y así, después de las mencionadas Reales Cédulas y salvo contadísimas excepciones, se extinguen en América los juicios sobre disenso.

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Importancia de los »juicios sobre disenso« Para la historia social

Mas, durante el período 1778-1803, ellos fueron el espejo de que hablaba hace un momento, reflejando cándidamente los prejuicios finiseculares.

Los parientes del hijo de familia, empeñados en evitar un enlace que juzgaban injurioso para su honor, desnudaban sus almas en estos pleitos, exhibiendo el »modus operandi« del desprecio social, con tanta crudeza, que ella resultaría inexplicable de no mediar tres circunstancias.

La primera, que las pasiones se hallaban al rojo vivo. Lo que la mente pensaba, al instante, sin mayor reflexión, la mano lo escribía y quedaba inmortalizado en las fojas del expediente. Además, las partes gozaban de absoluta impunidad para bombardearse una a otra con los más estupendos horrores, ya que eso, precisamente, era la materia del juicio. Y por último, debió alentar la franqueza con que los pleiteantes intercambiaban amenidades, el conocimiento de que la causa era reservada: ningún extraño podía verla; no se daban copias ni testimonios de ella y, una vez concluida, se guardaba en el Archivo Secreto de la Audiencia respectiva, donde en efecto, y hasta muy avanzada la República, durmieron casi desconocidos los juicios sobre disenso.

Examinando los correspondientes a la Audiencia de Chile, he querido reconstituir el esquema de los prejuicios sociales en nuestro país, al término de la dominación española. Me apresuro a reconocer que mi esfuerzo es incompleto. Desde luego, por fiarse de una sola fuente. Y en seguida porque, al revés de los actuales, los fallos de esa época, sobre todo los dictados por la Audiencia, no son fundados: el juez se limita, de manera escueta, a dar la razón a uno u otro interesado, pero no explica los motivos de la sentencia. Así, en los juicios sobre disenso conocemos perfectamente, y expresada sin ningún tapujo, la opinión de las partes, pero en cambio -salvo atisbos aquí y allá- ignoramos la de los jueces. Pues en un mismo pleito se suelen invocar varias causales de disenso, y no tenemos manera alguna de saber cuáles el sentenciador acepta y cuáles rechaza; ni menos aún los fundamentos del rechazo. De todos modos, mi estudio puede servir de arranque para un análisis definitivo sobre el tema.

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Prejuicios raciales: la sangre africana

La causal de disenso más socorrida en los expedientes, es la supuesta ascendencia africana del novio o novia objetados. Se presume que tal ascendencia, de por sí, hace injuria al honor familiar de la contraparte. Luego, siempre sería motivo bastante para denegar el consentimiento, en los términos de la Pragmática.

Sin embargo, interesa anotar que la Pragmática misma no dice nada semejante. Aun, el criterio de la Corona al respecto parece haber sido mucho más matizado. Una Real Cédula de 22 de agosto de 1780 hasta insinúa, sin afirmarlo redondamente, que el matrimonio con persona de raza negra no es impugnable, cuando aquélla se desempeña como oficial de Su Majestad, o se distingue por su reputación, buenas obras o servicios.

En este punto, no obstante, las sociedades hispanoamericanas interpretaron a su amaño la Pragmática. Acomodando el texto y el sentido de la ley, hicieron de esos enlaces interraciales un verdadero e inflexible tab ú. Se llegó a sostener en un juicio chileno sobre disenso del año 1800 que el único objetivo de la Pragmática había sido, textualmente, »precaver la mezcla de las castas«. Por los mismos años, opiniones similares se vertían en otras regiones de América, por ejemplo en Venezuela.

El tabú se aplicaba con tanta severidad, que regía aun cuando el otro novio también fuese considerado socialmente inferior, mas por causas distintas de la racial, como ser, por la práctica de un oficio mecánico. En 1803, se impidió a una mulata santiaguina casar, primero con un artesano, y después con un oficial de platería que, a mayor abundamiento, era hijo natural. Los dos sucesivos candidatos pasaban por españoles. En cada caso, los padres respectivos se opusieron al enlace, alegando la desigualdad de casta s. Y en ambas oportunidades, la justicia respaldó este disenso paterno.

Ello nos indica la intensidad del desprecio social a las clases de origen negro. En los expedientes que nos ocupan, son calificadas con los más duros epítetos. Los mulatos, pongamos por caso, son llamados mala casta, casta despreciable, gente de baja esfera, viles, infames y de basto linaj e. »El concepto común, que gradúa en las Repúblicas el orden de las jerarquías -dice un pleito de 1783- coloca a los mulatos en la ínfima clase de la plebe«. Llamar a una persona mulato, o descendiente de mulato, es una injuria, suceptible de acción criminal.

Hasta se emplean en Chile, donde la influencia racial africana es insignificante, las complejas nomenclaturas de casta s, usuales en otros reinos americanos, y cuyo objetivo es determinar, con absoluta exactitud, la proporción de sangre negra en un individuo. En 1793, una madre enfurecida imputa al pretendiente de su hija ser de legítima casta chino e hijo de cuarteró n. Cuarterón y chino son, respectivamente, el nieto y el bisnieto de un negro puro, aunque los demás ascendientes sean españoles.

Los indicios que pueden apuntar hacia el temido ancestro africano, son estudiados con minuciosa severidad. Haberse alistado el sospechoso, o un pariente suyo, en las Compañías de Pardos de las Milicias Urbanas, ya es señal de alerta, a menudo invocada y entregada a la meditación de los jueces. La tez, por supuesto, también juega un papel muy importante: se usan giros como color de mulato, color trigueño, zambo atezado tirando a negr o, para reforzar la presunción de raza. El pelo asimismo puede ser decisivo: si corto y crespo, abruma a su infeliz poseedor. »Era mulato puro -dice un juicio sobre disenso de 1796- porque hasta pasa

tenía en la cabeza« .Pasa es el mechón de cabello breve, rizado y negro, supuestamente típico en el africano. Por último, en prueba de la raza se acude a la reputación. Una novia es motejada de mulatilla sin rebozo ni disimul o. Y a otras se las crucifica con frases lapidarias, como: Apenas había cosa más notoria en esta ciudad, que ser las Cordero unas mulatillas cantora s. O bie n: Es habida, tenida y reputada por mulata, y muy mulata, sin disputa alguna.

Al revés, las pruebas de raza española son por lo común juzgadas endebles. »El color blanco envidiado accidente -explica un pleito de 1795- induce al vulgo a reputar español a su poseedor pero también aparece en las castas de mestizos, cholos y mulatos« Algo semejante sucede con la Partida de Bautismo, que afirma español su titular: no es digna de crédito, se alega, porque en documentos tales el párroco estampa lo que aseguran padres o padrinos, partes interesadas.

Todas estas minucias van configurando un fenómeno muy hondo: el progresivo aislamiento de los africanos -negros, mulatos y zambos- en castas, o sea, en clases sociales de fundamento étnico y, por ende, cerradas, infranqueables. Pues se puede mudar de fortuna material, de educación, de modales, de apariencia.., hasta de suerte, pero es imposible cambiar de raza. De esta manera, al extinguirse el siglo XVIII, la sociedad chilena ha recorrido, o retrocedido, un largo camino desde aquel siglo XVI, en el cual un negro puro como Juan Valiente; un mulato Cristóbal Varela; un zambo como Juan Beltrán, o una morisca como Leonor Galiano, podían llegar a encomenderos, la más elevada condición social de la época.

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Prejuicios raciales: la sangre indígena

Si ahora pasamos del negro al indio y al mestizo, hallaremos a estos últimos en mucho mejor situación. Ello se debe, fundamentalmente, al amparo prestado por la Corona a la sangre indígena.

Ya el reglamento para la aplicación de la Pragmática, elaborado por la Audiencia de Chile y sancionado por el rey, decía a la letra: »No es motivo racional ni justo para que los padres nieguen el consentimiento a los hijos, ser indio o india alguno de los contrayentes« .

Reforzando este concepto, una Real Cédula posterior, antes citada, la de 22 de agosto de 1780, incluye a los indios entre los súbditos de la Corona sometidos a la Pragmática. Ella se aplica tanto a los caciques como a los simples indígenas. A falta de parientes inmediatos, los indios deben pedir a sus curas o doctrineros el consentimiento para casarse. En cambio, según la misma Real Cédula, la Pragmática no se aplica a mulatos, negros, coyotes y demás semejantes casta s, a menos que -según he expuesto arriba- »sirvan de oficiales a Su Majestad o se distingan por su reputación, buenas operaciones o servicios«. La diferencia es clara y decidora. Los indios siempre se rigen por la Pragmática; los africanos, sólo excepcionalmente. Luego, éstos poseen un estatuto social inferior al de aquéllos. Porque la finalidad de la Pragmática es defender la honra, el honor familiar de los novios: si alguno de ellos no tiene honor, en su caso nada hay que defender y, naturalmente, la Pragmática le resulta inaplicable. Así pasa con los africanos. »Al esclavo -dice perentoriamente un auto acordado de la Audiencia de Chile, el año 1805- lo mueve más el temor, que el honor de que carece«. Mientras que los indios, como los españoles, son gente de honor y, por ello, sujeta a la Pragmática.

Un juicio sobre disenso de 1800 agrega un dato sugestivo, pero que no he podido confirmar en otra fuente. Dice que la Audiencia de Chile, al confeccionar el Reglamento de la Pragmática, quiso restringir la declaración de igualdad entre indios y nobles españoles (declaración contenida en el documento real), limitándolo, del lado indígena, a los caciques que conservasen el decoro pertinente a su posición. »Dispuso la Audiencia -afirma dicho juicio- que sólo se reputasen nobles los caciques que mantuviesen con el correspondiente honor, y esplendidez, el carácter del empleo; más claro, que sólo fuesen nobles los que no se embriagasen, o que con otros vicios no maculasen su representación« . Pero la Corona, termina informando el mismo expediente, rechazó de plano el distingo sugerido por la Audiencia, y ambas noblezas continuaron siendo iguales, cualquiera que fuese la situación económica o la conducta de los caciques.

De lo expuesto, no debe deducirse que esta equiparación teórica entre indios y españoles se respetó rigurosamente en la práctica. El desprecio social también envolvió a la sangre indígena, pero en menor escala que a la africana. En los expedientes que analizamos, la tendencia fue a incluir a naturales y a mestizos en las castas, confundiéndolos con los africanos. Pero los afectados siempre tuvieron a mano, y usaron sin reticencias, la respuesta rápida y eficaz: »No es motivo racional ni justo para que los padres nieguen el consentimiento a los hijos, ser indio o india alguno de los contrayentes«.

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Los oficios viles

Hasta el momento, he discurrido en el campo del prejuicio racial. Pero también tiene importancia el puramente social, o sea, el que afecta sólo a españoles, a los cuales se supone sin mezcla de raza despreciada.

Al hablar de españoles, hablo así de criollos como peninsulares. Por supuesto, jamás se invoca la calidad del criollo como causal de disenso. Sin embargo, en un juicio de 1790 la novia se queja, amargamente, de que ése es el auténtico y oculto motivo de la oposición paterna. Dice la muchacha, refiriéndose a su padre: »Se le ha metido en la cabeza el entusiasmo de que vale más un pigmeo de España, que un gigante de Indias« .Agrega que, por tal razón, ya dos veces ha querido casarla con peninsulares de baja estofa. En prueba, acompaña una carta recibida, tiempo atrás, de una hermana suya, que ilumina curiosamente los usos matrimoniales

de la época. La carta llama vizcaíno leso al pretendiente metropolitano en ese entonces de turno. Añade que ha estado »enterándose de las estancias, y no se le ha escapado nada que no haya visto con mi taita« . »Por eso -continúa- le ha entrado la codicia a este leso, y le ha dado seis terneras a mi taita, porque lo lleve allá, a casarse con vos. Allá te lleva esa empanada«. Concluye la carta poniendo en boca del padre la reflexión siguiente: »que no quería que te casaras con ninguno que fuera muy caballero, porque no lo viniese a gobernar. Por eso te lleva ese leso, para tenerlo debajo del zapato« .

Pero el caso narrado es excepcional. Por lo común, siendo ambos novios españoles supuestamente puro s, lo discutido en el juicio sobre disenso es si existe o no entre ellos notoria desigualda d. Y en esto veremos a menudo, volverse las tornas: el altivo padre americano, exigiendo cuentas de hidalguía al oscuro aspirante a yerno peninsular.

Ahora bien.., ¿qué factores, eliminando el racial, podía ocasionar ese desnivel, tan notable que llegaba a constituirse en impedimento para el matrimonio? Como se comprenderá, las opiniones de los pleiteantes al respecto son múltiples y subjetivas, pero intentaré establecer algunas líneas generales.

Elemento clave para descalificar socialmente a un individuo, es la práctica de oficios viles. Y son considerados tales, por lo corriente, los empleos mecánicos, una manifestación más de la antigua ojeriza hacia el trabajo manual. He aquí una lista de semejantes oficios, compilada en los expedientes que investigamos: arriero, cantor, carbonero, carnicero; carpintero; carretero; cobrador; cocinero; cómico o actor, corredor o cuidador de caballos; gañán; herrero; matancero; ovejero; peón de labranza; platero; pulpero; sacristán; sastre; vaquero; yegüerizo y sirviente. El colmo de la vileza parece ser el del sirviente que lleva la alfombra y la cola de su ama a la iglesia.

El baldón social que acompaña a estos oficios no hace en ellos distingo ni excepción de categorías: tan vil es el maestro platero como su humilde aprendiz. Además, afecta aún a la familia de quien los ejerce: en muchos pleitos de disenso, ese ejercicio no es reprochado al novio ni a la novia, sino a sus parientes. En cambio, el noble o hidalgo sólo se deshonra con la ocupación baja mientras la tiene: luego que la abandona, recupera el honor perdido.

Los indicados son sólo algunos aspectos de la casuística, compleja y sutil, que rodea esta materia. Pongamos otros ejemplos. Son viles el cantor y el cómico, salvo que no actúen por paga. Es vil el cobrador, no lo es el cajero. Es ruin el gañán o peón de labranza, y no el labrado r, en el sentido de quien tiene negocios de camp o. La vileza del sirviente no se extiende al ama de cría, de puertas adentro. El carnicero sólo es ruin si desempeña su oficio personalmente, y no si lo hace mediante mayordomos y peones, y en casas que no sean las de su morada, »del mismo modo que lo ejecutan -dirá un expediente de 1781- muchas personas ilustres de esta ciudad«.

Por último, el comercio jamás es considerado indigno, ni aun al menudeo. Pero éste es relativamente mal mirado si el comerciante vende al detalle por sí mismo. En un juicio sobre disenso de 1803, el novio impugnado se defiende y contraataca alegando que su eventual suegro »a cada rato se pasa de la tienda a la bodega por la mitad de la calle a vender personalmente las cuartas de vino, metiendo y encajando todo el cuerpo en las tinajas y revolviendo las borras« . »Y eso está muy bueno -concluye irónicamente el despechado galán-, pues de fiarse de sirvientes y mayordomos, quizá no pusieran la debida inteligencia en el asunto, y hasta se hicieran de algunos realitos«. Una vez más, nótese que el pecado del suegro no es vender vino; sino hacerlo personalmente.

Los oficios indignos crean diferencias de clase igualmente agudas, si bien más superables, que las debidas a motivos raciales. Un buen método para aquilatar la intensidad de esas diferencias, es la lectura de los lamentos con que los padres de la época reciben la noticia de que el hijo, o peor aún la hija, aspiran a casarse en una familia manchada con ocupaciones viles. Aquí tenemos una de tales quejas, fechada en 1795: »Considere la integridad de Vuestra Alteza -dice el abogado de los padres opositores, dirigiéndose a la Audiencia- si será tolerable para los descendientes de estas tan ilustres familias, equiparar las coronas, las mitras, las cruces, togas, títulos, bastones, sombreros y demás empleos honoríficos, que por timbres y trofeos cuentan en sus casas, con las humildes herramientas del maestro Juan Solís, el carpintero« .

Y otra de 1798:»Ah, qué dolor me fuera a mí ver a mi hijo primogénito, único varón, que ha de llevar el apellido de mi casa, casado con la hija de una ilegítima, y que los sastres, y carniceros le conocieran, titulándolo sobrino« . Y para concluir este aspecto, una queja de 1819, o sea, excepcional- mente, ya consumada la independencia:»¿Habrá razón, habrá derecho para que este triste hombre pretenda casar con una joven de calidad, de educación y de la primera distinción de su lugar? ¿Se permitirá que un gañán se una a una casa noble, a una señora, en su propio pueblo, donde ambos son conocidos? ¿Se degradará por este ridículo medio a otras nueve hermanas, que a esta vista no podrán ya lograr un matrimonio decente?«

Sin embargo la repulsa social contra los oficios viles experimenta un rudo golpe con la conocida Real Cédula de 13 de marzo de 1783. En ella, Carlos III declara que ninguna ocupación lícita debe ser considerada infamante. Esta ley no se publica en Chile, pero es ampliamente conocida e invocada, y hasta sirve de fundamento aun fallo de primera instancia enjuicio sobre disenso, dictado en 1796.

El fallo en cuestión rechazó, como causal de disenso, la calidad de carniceros imputada a los ascendientes de la novia. Adujo la mencionada Real Cédula y, conforme a ella, los inconvenientes que seguirían si »los oficios o artes prácticas, o mecánicas, infamaran o envilecieran a sus operarios«. A saber, que se dejaría »sin taller al laborioso artesano, sin educación a sus hijos y a todos sin ser útiles así propios ni al Estado«. Esto, al ver que »ninguna otra cosa les restaba que perder, privados ya del honor, ni por adquirir una vez que estas actividades les infamaban hasta el grado de constituirlos en perpetua bajeza«. »Por ninguna ley ni doctrina -continuaba textualmente la sentencia- se puede castigar la virtud, aplicación e industria del vasallo inocente, con una pena sólo reservada al criminal para freno de sus delitos. Sólo la ociosidad, y vida criminal en el hombre le degradan, y hacen menospreciable en un Estado en que todos los ciudadanos, sin distinciones, deben ser activos y laboriosos, según su clase y jerarquía«. Así llegaba a Chile el eco del reformismo ilustrado de los Borbones.

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Conclusiones

Los prejuicios que acabamos de analizar, sea étnicos, sea relacionados con las ocupaciones infamantes, no son los únicos que influyen en las estructuras sociales durante el siglo XVIII. También revisten importancia, por ejemplo, los de índole financiera y los derivados de la filiación ilegítima. Pero las exigencias del tiempo nos impiden analizarlos. Bastará con lo expuesto, sin embargo, para dar una idea de la excesiva rigidez, incomunicabilidad de las clases sociales, al terminar el régimen hispano. Nuevos elementos cambiarán esta situación: factores como el mestizaje; el énfasis puesto por el pensamiento liberal en la igualdad ciudadana; la actitud y las leyes niveladoras de los Borbones y la Independencia, con su secuela de anarquía, guerras civiles y trastornos económicos, modificarán hondamente las sociedades hispanoamericanas, incluyendo la chilena. Pero ello sucederá en el siglo XIX. El siglo XVIII y la dominación española se despiden dejando planteado y, sin resolver, el agudo problema de una colectividad en la cual las jerarquías sociales han llegado a ser barreras infranqueables y las clases, círculos cerrados.

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