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OPINIÓN
Por Camilo Henríquez
Proclama De Quirino Lemáchez

Antes de sus artículos en la Aurora, Camilo Henríquez ya causaba revuelo con sus escritos. En 1811 escribe bajo el anagrama de Quirino Lemáchez este panfleto que circuló por la calles de la capital. En él señalaba: "La naturaleza nos hizo iguales, y solamente en fuerza de un pacto libre, espontáneo y voluntariamente celebrado, puede otro hombre ejercer sobre nosotros una autoridad justa, legítima y razonable".


De cuánta satisfacción es para un alma formada en el odio de la tiranía, ver a su patria despertar del sueño profundo y vergonzoso, que parecía hubiese de ser eterno, y tomar un movimiento grande e inesperado hacia su libertad, hacia este deseo único y sublime de las almas fuertes, principio de la gloria y dichas de la República, germen de luces, de grandes hombres y de grandes obras, manantial de virtudes sociales, de industria, de fuerza, de riqueza! La libertad elevó en otro tiempo a tanta gloria, a tanto poder, a tanta prosperidad a la Grecia, a Venecia, a la Holanda, y en nuestros días, en medio de los desastres del género humano, cuando gime el resto del mundo bajo el peso insoportable de los gobiernos despóticos, aparecen los colonos ingleses gozando de la dicha incomparable con nuestra debilidad y triste suerte. Estos colonos, o digamos mejor esta nación grande y admirable, existe para el ejemplo y la consolación de todos los pueblos. No es forzoso ser esclavo, pues vive libre una gran nación. La libertad, ni corrompe las costumbres ni trae las desgracias, pues estos hombres libres son felices, humanos y virtuosos.

A la participación de esta suerte os llama, ¡oh pueblo de Chile! , el inevitable curso de los sucesos. El antiguo régimen se precipitó en la nada de que había salido, por los crímenes y los infortunios. Una superioridad en las artes del dañar y los atentados, impusieron el yugo a estas provincias, y una superioridad de fuerza y de luces las ha librado de la opresión. Consiguió al cabo el ministerio de España llegar al término por que anhelaba tantos siglos: la disolución de la monarquía. Los aristócratas que sin consultar la causa del desastrado monarca, lo vendieron vergonzosamente, y destituidos de toda autoridad legítima, cargados de la execración pública, se nombraron sucesores en la soberanía que habían usurpado; las reliquias miserables de un pueblo, vasallo y esclavo como nosotros, a quienes o su situación local o la política del vencedor no ha envuelto aún en el trastorno universal; este resto débil situado a más de tres mil leguas de nuestro suelo, ha mostrado el audaz e impotente deseo de ser nuestro monarca, de continuar ejerciendo la tiranía y heredar el poder que la imprudencia, la incapacidad y los desórdenes arrancaron de la débil mano de la casa de Borbón. Pero sean cuales fueren los deseos y las miras que acerca de nosotros forme todo el universo, vosotros no sois esclavos: ninguno puede mandaros contra vuestra voluntad. ¿Recibió alguno patentes del cielo que acrediten que debe mandaros? La naturaleza nos hizo iguales, y solamente en fuerza de un pacto libre, espontánea y vo­luntariamente celebrado, puede otro hombre ejercer sobre nosotros una autoridad justa, legítima y razonable.

Mas no hay memoria de que hubiese habido entre nosotros un pacto semejante. Tampoco lo celebraron nuestros padres. ¡Ah! Ellos lloraron sin consuelo bajo el peso de un gobierno arbitrario, cuyo centro, colocado a una distancia inmensa, ni conocía ni remediaba sus males, ni se desvelaba por que disfrutasen los bienes que ofre­ce un suelo tan rico y feraz. Sus ojos, humedecidos con lágrimas, se elevaban al cielo y pedían para sus hijos el goce de los derechos sacrosantos que se concedieron a todos los hombres y de que ellos mismos fueron atrozmente despojados. Pero esforcémonos a dar una idea clara del actual estado de las cosas y de lo que realmente somos. Numerosísimas provincias esparcidas en ambos mundos forma­ban un vasto cuerpo con el nombre de monarquía española. Se conservaban unidas entre sí y subyugadas a un Rey por la fuerza de las armas. Ninguna de ellas recibió algún derecho de la natura­leza para dominar a las otras, ni para obligarlas a permanecer uni­das eternamente. Al contrario, la misma naturaleza las había for­mado para vivir separadas.

Esta es una verdad de geografía, que se viene a los ojos y que nos hace palpable la situación de Chile. Pudiendo esta vasta región subsistir por sí misma, teniendo en las entrañas de la tierra y sobre su superficie no sólo lo necesario para vivir, sino aún para el re­creo de los sentidos, pudiendo desde sus puertos ejercer un comer­cio útil con todas las naciones, produciendo hombres robustos para la cultura de sus fértiles campos, para los trabajos de sus minas y todas las obras de la industria y la navegación, y almas sólidas, pro­fundas y sensibles, capaces de todas las ciencias y las artes del ge­nio, hallándose encerrada como dentro de un muro y separada de los demás pueblos por una cadena de montes altísimos, cubiertos de eterna nieve, por un dilatado desierto y por el Mar Pacífico, ¿no era un absurdo contrario al destino y orden inspirado por la naturaleza ir a buscar un gobierno arbitrario, un ministerio venal y corrompido, dañosas y oscuras leyes, o las decisiones parciales de aristócratas ambiciosos, a la otra parte de los mares?

¿Era necesario este sistema destructor y vergonzoso de depen­dencia para conseguir el grande objeto de las sociedades humanas, la seguridad en la guerra? ¿No sabemos que antes, cuantas veces fueron atacadas las provincias de América, rechazaron los esfuerzos hostiles sin auxilio de la metrópoli?

Pero la separación nos pone en estado o de gozar una paz pro­funda o de repeler con gloria los asaltos de la ambición, aunque un nuevo César se apodere de Europa, de toda la fuerza y recursos del continente; aunque se estableciese en América un conquistador por la revolución inesperada de los sucesos. Entonces las provincias chilenas, animadas del vigor y magnanimidad que inspiran la li­bertad y la sabiduría de las leyes, gozando ya de una gran pobla­ción de hombres robustos, opusieran de un modo terrible el número y aliento de sus naturales, de sus caballos y el cobre de sus minas.

Estaba, pues, escrito, ¡oh pueblos!, en los libros de los eternos destinos, que fueseis libres y venturosos por la influencia de una Constitución vigorosa y un código de leyes sabias; que tuvieseis un tiempo, como lo han tenido y tendrán todas las naciones, de esplendor y de grandeza; que ocupaseis un lugar ilustre en la his­toria del mundo, y que se dijese algún día: la República, la poten­cia de Chile, la majestad del pueblo chileno.

El cumplimiento de tan halagüeñas esperanzas depende de la sabiduría de vuestros representantes en el Congreso Nacional. Va a ser obra vuestra, pues os pertenece la elección; de su acierto na­cerá la sabiduría de la Constitución y de las leyes, la permanencia, la vida y la prosperidad del Estado. ¡Sea lícito al compatriota que os ama y que viene desde las regiones vecinas al Ecuador con el único deseo de serviros hasta donde alcancen sus luces y sostener las ideas de los buenos y el fuego patriótico, hablaros del mayor de vuestros intereses!

Los legisladores de los pueblos fueron los mayores filósofos del mundo; y si habéis de tener una Constitución sabia y leyes exce­lentes, las habéis de recibir de manos de los filósofos, cuya función augusta es interpretar las leyes de la naturaleza, sacarlos de las tinieblas en que los envolvió la tiranía, la impostura y la barbarie de los siglos, ilustrar y dirigir los hombres a la felicidad. Acostum­brados a la contemplación, saben apartar, con prudentes precaucio­nes, los males de los bienes que promueven y de los medios que proponen para promoverlos, siendo una de las miserias de los hom­bres que los bienes se mezclen con los males. Ellos evitan el escollo de los establecimientos políticos, dando una sanción útil en un mo­mento crítico, en una época peligrosa, pero funesta en épocas pos­teriores. Ellos se lanzan en lo futuro, y leyendo en lo pasado la historia de lo que está por venir, descubriendo los efectos en las causas, predicen las revoluciones y ven en los sistemas gubernativos el principio oculto de su ruina y aniquilación.

Aristóteles predice las convulsiones de la Grecia; Polibio la di­solución del Imperio Romano; Raynal, las revoluciones memorables de toda la América y de toda la Europa. Cuál es el principio de la fuerza y acción de cada gobierno, sus vicios y ventajas, cuál desor­den tendrá por término... , todo esto describe Aristóteles.

¡Qué dicha hubiera sido para el género humano si en vez de per­der el tiempo en cuestiones oscuras e inútiles, hubieran los eclesiásticos leído en aquel gran filósofo los derechos del hombre y la necesi­dad de separar los tres poderes: legislativo, gubernativo y judicial, para conservar la libertad de los pueblos! ¡Cuán diferente aspecto presentara el mundo si se hubiese oído la voz enérgica de Raynal, cuando transportado en idea a los consejos de las potencias, les recordaba sus deberes y los derechos de sus vasallos!

En los siglos de oprobio, en que todas las profesiones literarias consagraron sus desvelos a la conservación de las cadenas del des­potismo, cuando unos sostenían el edificio vacilante de la arbitra­riedad con el apoyo de exterioridades célebres y otros lo decora­ban con todas las gracias de la imaginación, Sólo los filósofos se atrevieron a advertir a los hombres que tenían derechos, y que úni­camente podían ser mandados en virtud y bajo las condiciones fundamentales de un pacto social: al sonido de su voz varonil se conmovieron los cimientos de aquel antiguo edificio, y la antorcha de la verdad que elevaron entre las tinieblas descubrió grandes ab­surdos y grandes atentados.

De esta clase distinguida de hombres que por un dilatado estu­dio conocen los medios que engrandecieron y postraron las nacio­nes; que unen al conocimiento de los sucesos pasados la noticia de la política de los gobiernos presentes, deben salir vuestros legisladores. No exige menos copia de conocimientos la obra difícil y com­plicada de la legislación.

Entonces viviréis dichosos en el seno de la paz, verificándose la sentencia celebrada por los siglos: "Los hombres fueran felices si los filósofos imperaran o fuesen filósofos los emperadores". A la ilustración del entendimiento deben unirse las virtudes patrióticas, adorno magnífico del corazón humano, el deseo acreditado de la libertad, la disposición generosa de sacrificar su interés personal al interés universal del pueblo. En el momento en que se consti­tuye un hombre legislador por el voto y la confianza de sus con­ciudadanos, deja de existir para sí mismo y no tiene más familia que la gran asociación del Estado. Tan puros y elevados sentimien­tos suelen abrigar los corazones grandes en el retiro, que no mere­cieron las gracias de la caprichosa fortuna, ni compraron los honores de la tiranía que aborrecieron. Seguramente no habéis de buscar­los en los que han acreditado odio y aversión al nuevo gobierno ni en los que afectaron una hipócrita indiferencia en nuestra me­morable revolución, ni en los que han intrigado por obtener el cargo de representantes. Todos éstos vendieron el derecho de los pueblos y sacrificaron a sus particulares intereses el interés personal.

Pero el hombre virtuoso, el ilustrado patriota, el que más haya contribuido a romper las cadenas de la esclavitud, éste es el que conoce mejor los derechos del hombre, el que quiere conservarlos, el que está animado de espíritu público y el que merece la con­fianza de todos los hombres.

Nota

Esta proclama fue dada a conocer, con el anagrama Quirino Lemáchez, por el P. Melchor Martínez en su Memoria histórica sobre la revolución de Chile, Valparaíso, 1848, p. 314.17. Según el mismo historiador, p. 77.8, circuló en los primeros días de 1811 y estaba destinada a promover la elección de repre­sentantes al primer Congreso Nacional, tal como puede verse en el texto mismo de la proclama. Se reproduce de la obra de Martínez, con algunas alteraciones de puntuación indispensables para facilitar la lectura.

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